viernes, 17 de julio de 2009

El regalo

Extendió su mano y le acercó la diminuta caja. En sus ojos había ofrenda. Estaba envuelta con papel de seda carmesí, la caja, no ella. Ella vestía simple, lo cual exaltaba la extravagancia del regalo. Finos cordones dorados la recorrían de norte a sur y de este a oeste, dibujando así una cartografía de ríos brillantes sobre el paño de sangre. El tomó su mano, la acercó hacia sí y cuando tuvo el objeto a una distancia prudente lo deshizo de su isa dejando así la mano desnuda e inerte y al par de ojos a la espera de un gesto. Era tan liviana que parecía flotar sobre su palma. No hacia falta abrirla para percibir que allí dentro se escondía tímida el alma dueña de esos ojos y de esas manos. La belleza que emanaba el pequeño cofre sólo podía ser la transfiguración de esa maravilla que silente guardaba. Desató uno a uno los moños y fue descosiendo el delta dorado. Sus manos sintieron la suavidad del papel el cual dócil se deshizo entre sus dedos para convertirse en una catarata de confeti que llenó el aire de un espíritu de celebración. Cuando el interior de la caja quedó finalmente al descubierto una mueca de dolor y asco ensombreció el rostro del agasajado, como si su cara fuese un espejo y su reflejo el delator de la realidad aberrante que lo sorprendía en sangre fría y lejos de esa imagen quieta de la caja carmesí y oro que había acunado expectante en sus manos. No había el brillo ni la candencia que anunciaba sino la indefectible desgracia de que las cosas que se auguran más bellas a veces al descubrirles el velo no son más que un hombre elefante.

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